Otra mirada

Relato publicado en el volumen colectivo Amarrar el soljunio 2012.


 

A mi madre, por tantos espacios de escritura compartidos.

El movimiento de las nubes provocó que un haz de luz blanca entrara a través del ventanal de la Bodeguita, un antiguo bar situado en las Ramblas de Barcelona. El repentino resplandor llamó la atención de Lucía que leía el periódico sentada en una de las mesas de mármol alineadas junto al cristal. La muchacha alzó la vista, cerró los ojos y dejó que el calor acariciara su rostro hasta que una nube volvió a oscurecer el interior del local. La joven arrugó la nariz con resignación, abrió los ojos, bebió un sorbo de café y volvió a centrar su atención en el diario sin darse cuenta de que, desde una de las mesas vecinas, un hombre con la cara y las manos pintadas de color plata contemplaba con una sonrisa la manera como el sol realzaba la multitud de pecas que cubrían sus mejillas y el color rojizo de sus cabellos.

Después de mirarla por última vez, el hombre acabó de un trago la bebida que le quedaba en el vaso y, sacando de debajo de la mesa una caja de madera, la colocó encima de una estructura metálica con ruedas y la arrastró hasta la barra. Allí dejó unas monedas y, mirando por última vez a la joven de la ventana, salió a la calle. —Este es nuevo— se dijo a sí mismo el camarero recogiendo el dinero.

Cuando acabó de leer, Lucía se desperezó, dobló el periódico y lo colocó dentro del maletín donde guardaba las piezas de bisutería. Se acercó a la barra y entregó un billete de cinco euros al camarero.
—Que pases un buen día, Tomás.
—Igualmente —contestó el hombre dándole el cambio—, a ver qué tal te va hoy la venta.
—Mañana te cuento — exclamó Lucía extrañada de encontrar una mancha de pintura plateada en una de las monedas. El camarero la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista en medio de la multitud de personas que aquel domingo invadía el centro de las Ramblas.

Apenas había avanzado tres calles, Lucía encontró un círculo de personas que le impedían el paso, miró qué era lo que acaparaba su atención y vio un hombre con la cara y las manos cubiertas con pintura plateada y vestido con una armadura de hierro que, simulando un movimiento de lucha con su espada, permanecía completamente paralizado. Lucía contempló maravillada la manera cómo aquel hombre era capaz de mantenerse inmóvil en aquella postura sin ni siquiera pestañear, hasta que un niño depositó una moneda en un cesto de mimbre situado junto a la caja que el hombre utilizaba de tarima. Lucía sonrió al ver que el pequeño corría a refugiarse detrás de las piernas de su padre asustado por el cambio de postura del hombre estatua.

Los siguientes en buscar la merecida recompensa del hombre de la armadura fue una pareja de jóvenes que, a cambio de una moneda, recibieron con solemnidad la imposición de la espada sobre el hombro. Lucía volvió a sonreír y al alzar la mirada, vio que el hombre estatua miraba hacia donde ella estaba situada. La muchacha se giró buscando alguna explicación, pero detrás no había nadie. Sonrió nerviosa y, sin dejar de mirarle a los ojos, dio un paso a la derecha y comprobó que los ojos del hombre estatua se desplazaban en la misma dirección sin mover un solo músculo de la cara. Lucía se mordió el labio inferior, observó a su alrededor y cuando volvió la vista hacia el hombre estatua pudo ver una ligerísima sonrisa en sus labios. Entonces dio un paso a la izquierda y de nuevo vio cómo aquellos ojos brillantes la seguían sin pestañear.

Lucía vio acercarse a una niña que, después de dejar cincuenta céntimos en el cesto, se colocó junto al hombre estatua para que su madre le hiciera una foto. Ambas se despidieron con un sonoro agradecimiento y reemprendieron la marcha sin percatarse de que el hombre estatua había colocado una rodilla encima de la caja de madera, su brazo izquierdo detrás de la espalda y que, ofreciendo la palma de su mano derecha, contemplaba con una amplia sonrisa el numeroso público que se había congregado a su alrededor. Lucía volvió a mordisquear su labio inferior sin dejar de sonreír ni de mirar a los ojos al hombre estatua que observaba cómo la joven pelirroja avanzaba hacia su posición. Antes de llegar al centro del círculo formado por un grupo cada vez mayor de espectadores, Lucía se detuvo y miró a su alrededor; un extraño silencio se había apoderado del lugar. Sacó una moneda del bolsillo, la depositó dentro del cesto de mimbre y, mirándole a los ojos, colocó su mano encima de la del caballero de la armadura. Él tomó la mano entre sus dedos, inclinó la cabeza, se la llevó a los labios y la besó. El público estalló en exclamaciones de júbilo y aplausos.

Lucía retuvo unos segundos su mano sobre la del hombre estatua antes de retirarla; después, le dedicó una nueva sonrisa, se retiró unos pasos y esperó a que el hombre de la armadura adoptara una nueva postura. Entonces, ella miró a su alrededor, alzó tímidamente los hombros y, sin dejar de sonreír, cogió el maletín y abandonó lentamente el círculo de personas que seguían contemplando el espectáculo. El hombre estatua frunció ligeramente el ceño y aprovechando que alguien había depositado una moneda en el cesto, se giró y alzó la vista tanto como pudo. Buscó entre la gente hasta que consiguió encontrar a la muchacha pelirroja; entonces vio el inconfundible maletín de bisutería que llevaba colgado del hombro y de nuevo, una leve sonrisa se le escapó bajo la rígida postura que acababa de adoptar. Ahora ya sabía dónde encontrarla.