Noventa y seis horas narra unos hechos que, a pesar de ser ficticios, nacieron a partir de la conversación que mantuve con una joven que esperaba la llegada de un trasplante que le permitiera seguir viviendo.
Ella me inspiró para narrar la historia de Ester, una joven de 21 años estudiante de derecho, que sufre una grave enfermedad para la que solo existe una solución: el trasplante de los órganos del aparato digestivo. Alicia, su madre, lleva años observando con impotencia y desesperación cómo se apaga la vida de su hija sin más posibilidad que la de esperar el anuncio de la existencia de un donante.
A kilómetros de distancia, Pilar, una mujer jubilada, se dispone a pasar el puente del Primero de mayo realizando algunas de las cosas que han ido quedando relegadas desde que dedica gran parte de su tiempo al cuidado de sus nietas. Su hijo se las ha llevado a la playa a pasar los cuatro días de fiesta, pero un trágico accidente cambiará por completo sus vidas. Pilar se enfrentará entonces a una situación que nunca habría imaginado y que la unirá de forma inevitable a Alicia sin llegar jamás a conocerse.
A lo largo de la novela, ambas mujeres vivirán unas circunstancias totalmente opuestas inmersas en la parte más íntima y desgarradora de sus sentimientos.
El recuerdo de Imma Barnó, la joven que me inspiró para escribir Noventa y seis horas, y el de su familia ha permanecido en mi memoria durante todo este tiempo de la misma manera que los miles de enfermos que esperan cada día recibir una llamada del hospital.
A todos ellos, a las personas que de forma altruista donan los órganos de sus seres queridos y a los profesionales que día a día hacen posible que los trasplantes de órganos sean una realidad, les dedico esta novela a modo de reconocimiento.