A través de la piel

a-traves-pielCinco meses después de la implantación, María notó como si alguien la hubiera acariciado, fue un movimiento suave, como un ligero oleaje, pero ella supo que había sentido el primer movimiento del niño que crecía en su interior. María sonrió y pensó que tenía que llamar a Sara, pero se dio la vuelta y se quedó dormida. Por la mañana, sentada en la cama, colocó ambas manos encima de su abultado vientre y esperó a notar un nuevo movimiento, pero no lo consiguió; entonces sintió que estaba inquieta. Se levantó, sacó del bolso el móvil, buscó entre los contactos el nombre de Sara y, después de dudar unos segundos, apretó la tecla de llamada y esperó. Cuando oyó el contestador, escuchó en silencio el mensaje, titubeó un instante y acabó diciendo que todo estaba bien, que no había ninguna novedad y que volvería a llamar en unos días; fue entonces cuando sintió el segundo movimiento bajo la piel.

A partir de ese instante, María pasaba las mañanas atenta y por las noches se quedaba dormida con los brazos rodeando su vientre hasta que pudo comprobar que el niño que llevaba en su interior dormía durante el día y que, al llegar la noche, le regalaba infinidad de pequeños movimientos que ella ya hacía días que seguía con la yema de los dedos. A medida que pasaron las semanas, los movimientos se hicieron más evidentes y María sonreía cuando notaba que, lo que suponía era el pie de su bebé, desaparecía al poner sus dedos encima hasta el día que se dio cuenta de que el deseo de jugar con el niño a través de la piel se había convertido en un intenso deseo de tocarlo con sus manos. Ese día, María pasó la noche en blanco.

La idea de ser madre substituta, había surgido a partir de un anuncio de Internet donde leyó que una mujer ofrecía el alquiler de su útero a cambio de una importante cantidad de dinero. En un primer momento, a María la idea le pareció una aberración, pero con el paso del tiempo y después de descubrir que, en su país, esa práctica era legal y se utilizaba más a menudo de lo que jamás habría imaginado, fue fraguando en su interior la posibilidad de obtener ese dinero para salir de su país y estudiar en una universidad europea. Sabía que gozaba de buena salud y, por lo que había leído en Internet, sus veinticuatro años eran una buena carta de presentación. Así que tomó la decisión de hacerlo: “Soy una joven de San Diego, California, de veinticuatro años y estoy dispuesta a alquilar mi útero a parejas que lo necesiten, gozo de buena salud, no he fumado nunca, no bebo, ni tampoco consumo ningún tipo de drogas, por lo tanto, si lo necesitas, no dudes en ponerte en contacto conmigo. Estoy dispuesta a desplazarme para realizar la implantación del óvulo o la inseminación artificial a cualquier país. Llámame y seguro que llegaremos a un acuerdo”. Semanas más tarde respondía una pareja española.

La mujer, Sara, sufría una malformación en el útero que le impedía desarrollar un embarazo con normalidad, Ella necesitaba un útero de alquiler y la joven del anuncio les ofrecía uno sano, por lo tanto una vez concretado el precio y las condiciones, Sara viajó a Nueva York donde a María le implantaron un ovulo ya fecundado que durante nueve meses iba a crecer dentro de su útero.

De vuelta a su país, María soportó los vómitos y las molestias de los primeros meses consciente de que tenía que pasar por todo aquel proceso si quería conseguir el dinero para estudiar una carrera, casarse y algún día tener su propia familia. Algunos días se miraba en el espejo y sonreía al imaginar el día que esa barriga albergara a un hijo propio. Después, cuando hablaba con Sara, le explicaba con todo lujo de detalles los cambios que su hijo estaba produciendo en su cuerpo, hasta que llegó el día que no se sintió con fuerzas de hacerlo. A partir de aquel momento, María empezó a demorarse en las llamadas y cuando Sara la llamaba, se limitaba a contestar con evasivas a sus preguntas. —Todo está bien Sara, no te preocupes —repetía ante la insistencia de la mujer —. No, no pasa nada, claro que estoy bien, solo un poco cansada —mentía cuando Sara le preguntaba por su tono de voz. Después, cuando colgaba el teléfono, María rodeaba con los brazos su vientre e intentaba reprimir el llanto que se le acumulaba en la garganta. Ni siquiera ella sabía cómo había podido llegar a suceder, el niño que crecía en su interior no era hijo suyo, ella no lo había concebido, pero había sucedido.

Pasaba los días acurrucada en el sofá del comedor con los brazos entrelazados alrededor de su vientre. Sus planes de salir del país, los estudios en una universidad europea, todo su futuro se desvanecían ante lo que tenía entre sus brazos. Ahora lo único que le importaba era esa criatura y estaba dispuesta a luchar como fuera por evitar que se la quitaran. Con lágrimas en los ojos recordaba una y otra vez la cláusula que había firmado ante el notario. En ella  autorizaba al médico a retirar al recién nacido en el momento del parto. Ni siquiera podrás verlo, le había advertido el notario, pero ella lo había firmado creyendo que era lo más conveniente. En las últimas semanas, había intentado no pensar en ese instante pero, a medida que el embarazo avanzaba, la imagen aparecía con más claridad ante sus ojos. Sin poder evitarlo, María veía el quirófano y oía el llanto de su hijo en brazos de una enfermera saliendo de la sala. El dolor que sentía en el pecho era tan intenso que la dejaba sin respiración.

El día que recibió el mensaje de Sara y su marido diciéndole que en una semana tenían previsto viajar hacia San Diego, María preparó el equipaje. Antes del amanecer, cerró las ventanas de toda la casa, se aseguró de que llevaba consigo el pasaporte y llamó a un taxi para que la pasara a recoger. Mientras esperaba, borró de la lista de contactos el teléfono de Sara. —Tengo que cambiar de número —murmuró antes de recibir la llamada del taxista indicándole que había llegado. Bajó a la calle, subió al automóvil y con un hilo de voz le indicó al taxista que la llevara al aeropuerto. Se recostó en el asiento y colocando firmemente la mano encima de su vientre, cerró los ojos notando como las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Entonces lo notó, su hijo se acababa de despertar.