images (2)La primera caricia

Abro bien los ojos e intento adivinar el movimiento de los labios del ginecólogo tras la mascarilla; entonces, aprieto con todas mis fuerzas. Ahora estoy segura de haberlo oído bien: “este niño no sale”, lo ha repetido dos veces, ya no tengo ninguna duda y aunque intentan mantenerme al margen, la comadrona no se aleja de la parte alta de mi abultada barriga, mi marido ha cambiado la mirada y las auxiliares, que han dejado de acercarse con palabras de aliento, se limitan a corretear nerviosas alrededor de la camilla.

Busco la cara del médico pero ya no le veo, sé que está en la sala porque oigo su voz, pero la postura en la que me encuentro me impide agrandar el campo de visión más allá de mis piernas cubiertas de ropa verde. Noto que el sudor resbala por mi frente, una frente que hace rato que nadie socorre. Las atenciones de las auxiliares se han trasladado a otras partes de mi cuerpo; pero yo sigo sudando y mucho. Y con el sudor, se escapan las pocas fuerzas que me quedan tras seis horas de parto, las que llevo desde que he roto aguas, parece ser que demasiado pronto. Eso es lo que ha dicho el ginecólogo cuando ha venido a proponerme que me pusiera la epidural, y que quizás valdría la pena abandonar la idea de tener un parto natural, porque la cosa iba para largo y que probablemente sería un proceso doloroso.

Me pregunto de dónde habrá sacado el hombre que yo quería tener un parto natural, ¿será que lo llevo escrito en la cara, en la forma de vestir o en la forma cómo he llevado el embarazo? Me hubiera gustado preguntárselo, pero me he limitado a sonreír y decirle que tenía muchas ganas de disfrutar de ese momento y que, por lo tanto, si la manera de conseguirlo era poniéndome la epidural, que adelante. Así que aquí estoy, con la mitad del cuerpo insensible, las piernas en alto y totalmente entregada a las labores del ginecólogo, la comadrona, y las auxiliares que hasta hace un rato se acercaban a secarme el sudor. Intento moverme, pero el cansancio acumulado, el peso de la barriga, la postura en la que me encuentro colocada y la presión de la comadrona me lo impiden. No puedo hacer nada más que sudar y apretar, eso es lo único que puedo sacarle a mi debilitado cuerpo.

—Apriete más fuerte, por favor —dice la comadrona apoyando su cadera en la parte alta de mi abdomen—, otra vez, ¡más fuerte! —grita la mujer empujando con su cuerpo.

Apenas puedo ver las caras de las personas que están a mi alrededor, alzo la mirada y busco la de mi marido que acaba de cogerme de la mano y descubro en sus ojos una sonrisa forzada que desaparece cuando instala su mirada en el utensilio que el ginecólogo lleva en las manos. Dios mío, ¿Qué está pasando? Mi hijo no puede quedarse encallado, ahora no. La expresión en los ojos de mi marido, ha llenado los míos de lágrimas. No puede ser, le susurro, no puede quedarse a medio camino.

—Un esfuerzo más, por favor, uno más —oigo que dice el médico—. Ya casi está, una vez más.

Entonces, lo hago: respiro hondo, busco fuerzas de donde ya no las tengo y las concentro en la parte alta de mi barriga, cierro los ojos y me escurro a través de la piel hasta el lugar donde sé que está mi hijo. Allí imagino mis manos envolviendo sus minúsculas nalgas y las empujo con firmeza invitándole a atravesar ese canal de carne y huesos que se descubre estrecho en el momento más inoportuno. Noto que las fuerzas se escapan por el lateral de la camilla, pero las recojo y las vuelvo a concentrar en lo alto de la barriga. Ya habrá tiempo para descansar, ahora tengo que empujar. Las contracciones ya no son dolorosas, pero se notan igualmente, por lo tanto me concentro en cada una de ellas: esperar, respirar y empujar. Una, dos veces, y a la tercera, mi cuerpo se vacía.

—¿Qué ha pasado? —casi grito. La respuesta viene en forma de llanto. La cara del médico se relaja, la comadrona abandona mi cuerpo para coger al bebe, por fin mi marido sonríe a través de la mascarilla y yo noto que las pocas fuerzas que me quedan se concentran en los brazos que consigo llevar hasta mi pecho, donde alguien acaba de colocar a mi hijo. Se me nubla la vista, pero aun así, consigo ver su cara donde las marcas del fórceps se confunden con las manchas de sangre que cubren sus mejillas.

—Por fin nos conocemos pequeñín, qué guapo eres —consigo susurrarle en el mismo momento que él abre los ojos y me mira, una mirada que se me antoja una eternidad y que sé que siempre asociaré a la primera caricia sobre su piel.